La polémica comenzó cuando King Gizzard & the Lizard Wizard decidió retirar su catálogo completo de Spotify a modo de protesta. La razón: su rechazo al uso de canciones generadas por inteligencia artificial (IA) en la plataforma, así como su rechazo ético a las inversiones del director general de Spotify en empresas vinculadas con tecnología militar.
Lo que parecía ser un acto simbólico de defensa del arte pronto se convirtió en un problema mayor. A los pocos días de su retiro, en la plataforma apareció un perfil denominado “King Lizard Wizard”, que ofrecía ciertas canciones con títulos, portadas y hasta letras idénticas — pero creadas artificialmente. Las maquetas imitaban el estilo característico de la banda: sonidos, voces y estética visual buscaban engañar a fans desprevenidos.
El suceso provocó indignación generalizada, pues no solo representó una suplantación artística, sino un claro atentado contra los derechos de autor y la integridad creativa. Este caso es solo la punta del iceberg. Con la evolución de la IA generativa, más artistas han expresado temor y desconfianza hacia modelos de distribución que permiten replicar su voz, su estilo y su identidad sin consentimiento.
Ante el crecimiento exponencial de estas prácticas, Spotify dio a conocer en septiembre de 2025 una nueva política para combatir el problema: anunció que durante el último año había eliminado más de 75 millones de “pistas spam” generadas por IA, y que intensificará sus controles contra suplantaciones, deepfakes vocales y subidas fraudulentas. Además, la plataforma se comprometió a aplicar un sistema de “disclosures”, es decir, créditos claros cuando una canción utilice IA, y reforzar los filtros de spam para evitar que estos contenidos saturen el catálogo.
Este ajuste busca ofrecer mayor transparencia y proteger el trabajo legítimo de los artistas, aunque muchos advierten que la confianza ya se ha quebrado. El daño para algunos creadores, especialmente los independientes, podría ser irreversible: la facilidad de generar imitaciones con IA no solo amenaza sus ingresos, sino su identidad artística misma.
La controversia ha reavivado debates más amplios sobre el futuro de la música en la era digital: ¿debe permitirse que algoritmos sustituyan creatividad humana? ¿Qué pasa con los derechos morales de quienes crearon una obra? Y sobre todo, ¿cómo garantizar que la música que consumimos provenga de personas, no de código?
Mientras tanto, millones de oyentes deben preguntarse: ¿estoy escuchando al artista que amo… o a su imitación digital?










