El caso de Teuchitlán tiene tantas aristas que resulta difícil abordarlas todas en un solo texto. Aun así, me gustaría dejar plasmadas algunas ideas y sentimientos en las siguientes líneas.
El infierno, en diversas religiones, se interpreta como un lugar de sufrimiento. Creo que los crímenes y atrocidades cometidos en el rancho Izaguirre abren heridas que no pueden sanar en México; por el contrario, profundizan los infiernos ya existentes. Este caso, para mí, representa múltiples infiernos: sociales, políticos, de corrupción, y especialmente, el infierno cotidiano de las familias buscadoras. Es un reflejo del infierno que es hoy México.
Hace unos días, el fiscal Alejandro Gertz Manero confirmó lo que muchas personas de la sociedad civil venimos diciendo desde hace semanas: que la Fiscalía de Jalisco no ha realizado las diligencias correspondientes durante los últimos seis meses e, incluso, parece cómplice de los delitos cometidos.
Pero la responsabilidad no recae únicamente en la fiscalía estatal. ¿Qué ocurrió con la presidencia municipal? ¿Nadie observó entrar y salir vehículos a deshoras? ¿No escucharon nada en todos estos años? ¿Qué hicieron con las denuncias de las familias buscadoras? ¿Y Enrique Alfaro? Nada. O bueno, sí: ser omiso. Ese mismo exgobernador, hoy en España aspirando a ser entrenador de fútbol, ha sido señalado de tener presuntos nexos con el crimen organizado, de enriquecimiento ilícito y de solapar abusos de autoridad. Ha ignorado a la ciudadanía, y ahora pretende huir de la realidad.
Otra de las aristas de este caso es el uso político que se le ha dado. La política se ha vuelto una herramienta para trivializar el horror y sacar provecho electoral. Dos posturas resultan especialmente condenables: por un lado, una oposición que durante al menos los últimos 22 años ha fingido que el crimen no existe o que es un problema menor. Una oposición que negó a las muertas de Juárez, que minimizó la «guerra contra el narco» de Calderón —misma que dejó miles de víctimas— y que invisibilizó asesinatos de activistas y desapariciones.
Por otro lado, hay sectores del oficialismo que intentan reducir el caso a una estrategia de golpeteo político, invisibilizando la tragedia. Ambas posturas son igual de lamentables, porque mientras políticos discuten quién fue peor o quién hizo más, miles de familias siguen buscando a sus desaparecidos, siguen escarbando la tierra con sus propias manos, siguen arriesgando su vida en cada búsqueda.
Debo ser sincero: este caso me hizo llorar. No por los hechos en sí, sino por lo que vi en las calles. Vi llorar a madres buscadoras de Voz de los Desaparecidos con el corazón destrozado. Escuché a María Luisa Núñez gritar frente a un ayuntamiento indolente, frente a cientos de personas reunidas bajo el Árbol de la Esperanza: “¡Hoy la esperanza, nuestra esperanza, está de luto, maldita sea!”.
Escuché a madres como Martha, quien desde hace cinco años y medio busca a su hijo Carlos René, desaparecido en Jalisco. Hoy, ella prepara un viaje a ese estado para seguir su búsqueda.
Admiro profundamente a esas madres y padres buscadores. No puedo imaginar lo que implica hacer lo que hacen: enfrentarse al crimen, al Estado, a la indiferencia, con recursos mínimos y un peso emocional inmenso. Hacen todo eso mientras buscan a un ser amado y encuentran a decenas o cientos más. Es una labor admirable, cargada de resiliencia, fuerza, fe y esperanza. Esa misma esperanza que, como dijo María Luisa, hoy está de luto. Pero, pese a todo, no se detendrán.
Hace unos días leí una reflexión que es dolorosamente cierta: no debería existir el término «madres buscadoras». No deberían existir familias buscadoras. No deberían ser los civiles quienes busquen. Es el Estado quien debe asumir esa tarea, quien debe utilizar sus recursos para buscar, identificar y acompañar a todas las personas desaparecidas. Y no ignorarlas más. Ese mismo Estado tiene una deuda histórica.
Como reflexión final, este caso nos deja muchas dudas y exigencias. ¿Cuántos Teuchitlán más habrá? ¿Cuántas fosas comunes faltan por descubrir? Nos faltan miles. Miles que deben volver a casa. Es una deuda que el sistema tiene con la ciudadanía.
Ni perdón ni olvido ante las cientos de miles de desapariciones.
Teuchitlán: infiernos de dolor, corrupción y aprovechamiento político
