«Los latinoamericanos debemos ser, por haber llegado tarde y de atrás, un reservorio de lo mejor de la civilización humana: un continente de paz, un continente de justicia, un continente de solidaridad, un continente donde es hermoso nacer y morir, un continente que le dice sí a la justicia, un continente sin odio, un continente sin venganza», dijo hace más de una década Pepe Mujica ante líderes y lideresas latinoamericanos. Creo que esta podría ser una de las definiciones más precisas del pontificado del Papa Francisco, el primer pontífice latinoamericano, un hombre que ha partido de este mundo, pero que deja, sin lugar a dudas, una de las huellas más profundas no solo en la Iglesia católica, sino también en el mundo entero.
Jorge Mario Bergoglio, conocido mundialmente como el Papa Francisco, falleció a los 88 años de edad, y el mundo entero se encuentra conmocionado. Si bien era algo que podía esperarse por su delicado estado de salud, su partida deja un vacío significativo, no solo en el ámbito religioso, sino en el plano global.
Francisco representó un progresismo que hacía mucho no se veía en la Iglesia católica, o que quizás nunca se había visto con tal claridad. Su fallecimiento ocurre, además, en un contexto mundial en el que el fascismo, el neonazismo y la ultraderecha avanzan con fuerza. En medio de una Iglesia históricamente conservadora, él era un contrapeso ante los sectores más reaccionarios y su discurso de odio.
Lo sorprendente es que su legado no se construye sobre milagros ni grandilocuencias, sino sobre la coherencia, la decencia y el compromiso humano. Fue un hombre que exigió justicia, que alzó la voz por quienes no podían hacerlo, y que aprovechó el púlpito y el micrófono que le brindaba su investidura para defender causas justas.
Hoy se repite un fenómeno que ya había ocurrido en vida del pontífice, cuando su salud se deterioraba: personas progresistas, muchas de ellas alejadas de la religión o críticas del dogma, lamentan su muerte. Mientras tanto, algunos sectores ultraconservadores, profundamente religiosos, celebran —de forma soterrada o explícita— su fallecimiento.
Francisco denunció, en múltiples ocasiones y hasta sus últimos días, el genocidio contra el pueblo palestino, especialmente contra sus infancias. Señaló también la arrogancia de su propia Iglesia por negarse a disculparse por los crímenes cometidos contra comunidades históricamente vulneradas, como la población LGBTTTIQ+ o los pueblos originarios. Así, no temió enfrentarse a los sectores más poderosos y corruptos.
Inclusive reivindicó la figura de la mujer, no solamente en la iglesia católica, sino frente a una sociedad sumamente machista que ha visto a las mismas como inferiores, aunque muchas de ellas, hacen más cosas que los hombres y en peores condiciones.
En su momento, planto cara a la dictadura que se vivía en Argentina, misma que era encabezada por el general fascista Videla; dónde Francisco refugió a figuras religiosas que huían de las dictaduras de sus países o de la Argentina, en donde inclusive encaró a Videla por la desaparición de figuras religiosas críticas de su régimen y fue un fuerte aliado de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo quienes luchan por la memoria, la verdad y justicia.
No dudó ni titubeo en denunciar el cambio climático, la depredación contra el medio ambiente; el sistema ultracapitalista y neoliberal que aqueja desde hace ya varias décadas a la humanidad, un sistema en contra de las mayorías y que es usado por los sectores más poderosos para atropellar la decencia y derechos de quienes no encabezan esos grupos.
Así como también enfrentó y denunció los casos de pederastia que ocurría en la misma iglesia católica, a diferencia de Juan Pablo II o Ratzinger a quienes se les acusó y señaló de proteger a las redes de pederastías.
Fue también un papa que le restó privilegios a la figura eclesiástica: renunció al uso excesivo de vestimentas con incrustaciones de joyas, al papamóvil blindado, a los amplios equipos de seguridad. En su estilo de vida austero, desmontó la imagen de una jerarquía eclesiástica que, durante siglos, se mostró más cercana a la monarquía y al poder terrenal que a sus fieles.
Francisco no fue un ser excepcional por naturaleza divina. Fue un ser humano común que demostró que basta con tener decencia, que es posible interpretar las doctrinas de una religión para ejercer justicia, y no para sepultarla bajo el peso del poder y el dogma. Algunos creen que su enfoque fue un intento estratégico para atraer nuevos feligreses; yo creo, más bien, que fue un intento genuino de restaurar un sentido de justicia donde este había desaparecido.
Durante más de una década, Francisco ocupó el cargo de mayor jerarquía en la Iglesia católica. Desde ahí, impulsó un pensamiento más abierto, más humano, más progresista.
Hoy, tras su muerte, persisten muchas dudas sobre quién lo sucederá. Su partida ocurre en una era marcada por el regreso con fuerza de los ultras y los fascistas —gracias a miserables como Elon Musk, Donald Trump, Eduardo Verástegui, Giorgia Meloni, entre otros—, quienes en vida lo criticaban con ferocidad y ahora, con hipocresía, lamentan su partida.
En ese contexto, cargado de cinismo y retrocesos, Francisco deja este plano. Su legado, sin embargo, aún tiene mucho por decir.
«Soñá que el mundo con vos puede ser distinto. Soñá que si vos ponés lo mejor de vos, vas a ayudar a que ese mundo sea distinto. No se olviden, sueñen» Papa Francisco.

