Otra vez el eco de la impunidad se hizo presente en la Casa de Justicia de Puebla. Este jueves, familiares, amigos y colegas de Gabriela Aline Reynoso se congregaron afuera del Centro de Justicia Penal para exigir, con pancartas, con lágrimas y con una voz que lleva casi dos años desgarrándose: justicia.
La audiencia intermedia contra Antonio N., señalado como el feminicida de la joven doctora egresada de la BUAP, fue reprogramada —otra vez—. Van siete intentos fallidos por sentenciar el caso de una mujer asesinada con una inyección de cloruro de potasio y se vuelve a foja cero por obra y gracia de estrategias dilatorias, permisividad judicial y la sombra de un apellido con poder.

La jueza Laura Tlatelpa Ramos ha cancelado siete de esas sesiones.
«Que no sea una audiencia más en la que nos vamos con las manos vacías», imploró la tía de Aline, quien también denunció amenazas directas de los familiares del acusado hacia sus primos. La escena, cada vez más común en procesos de alto perfil en Puebla, vuelve a dejar al descubierto los agujeros de un sistema judicial rebasado por su propia negligencia.
Gabriela Aline tenía 28 años. Soñaba con especializarse en medicina interna y después en dermatología. Se graduó con promedio de 9.5. Fue internista durante la pandemia, se enfermó dos veces de Covid-19 y regresó siempre a trabajar. Curaba a otros mientras se olvidaba de sí misma. Era madre. Era hija. Era médica. Era, sobre todo, una mujer que no quería volver con quien ya la había amenazado.
En julio de 2023, fue encontrada sin vida en su hogar en la colonia Maravillas. Horas antes, le había dicho a su madre que si un día amanecía muerta, «Toño» sería el culpable. Su cuerpo presentaba signos de haber sido inyectada con una sustancia letal. El hombre, que había sido su pareja, fue detenido en flagrancia. Pero la prisión no garantiza justicia.
Su padre, Jared, narró con voz entrecortada cómo su hija construyó sus sueños con esfuerzo: de juguetes médicos en la infancia a una clínica de análisis clínicos en Veracruz. Incluso cuando las condiciones económicas los ahogaban, ella insistía en seguir adelante. Quería comprarle un coche a su madre, asegurarle una educación digna a su hijo. Todo eso quedó truncado. El futuro fue interrumpido por el silencio de una jeringa y la complicidad del sistema.
Hoy, afuera de la 11 Sur, ese silencio se volvió grito. “¡Justicia para Aline!” corearon sus seres queridos. En sus rostros no sólo hay dolor, hay rabia contenida. Porque no sólo la asesinaron, también han enterrado su caso entre excusas legales, estrategias de defensa y jueces que postergan decisiones que deberían haberse tomado desde el día uno.
Este 20 de marzo podría ser —una vez más— el día de la audiencia. La octava. La última esperanza para una familia que ha hecho todo lo que se les exige a las víctimas en este país: resistir.
Aline no fue una cifra. Fue una mujer con nombre, con historia, con vocación. Y hoy, su memoria exige una sentencia, no otro aplazamiento.