Niña blanca, protégelo con tu manto. Que no lo agarre la policía y que regrese a casa conmigo, siempre conmigo, con nadie más. Y si otra lo amara, que desaparezca de la faz de la tierra.
Eso reza Magdalena mientras prende una veladora a la Santa Muerte. Luego corre al espejo para maquillarse la mejilla morada por la golpiza que le dio su esposo, el mismo por el que reza, el mismo que la explota. Magdalena hace tiempo que perdió el sentido común, quizás desde niña aprendió que el amor duele.
Su compañero y padre de sus dos hijos la lleva cuatro noches a la semana a un bar, donde ella cambia caricias por dinero. Al salir, él la espera afuera, como un guardián del infierno, y la lleva a casa. Ella piensa que esto es amor. Que su historia es como una novela trágica de televisión, y que quienes se interponen es porque no los quieren dejar ser felices.
La historia de esta mujer que vive en Tlaxcala comenzó con golpes, insultos, huidas a casa de su madre. Pero siempre regresó con la esperanza de que él cambiara. Con los años todo empeoró. Ahora es víctima de trata. Quizás no lo sabe. Quizás ya lo aceptó.
Magdalena me recuerda al personaje de Sule, en la serie turca Anne (Madre). Una joven viuda explotada por su pareja, Cengiz, quien además maltrata y humilla a la hija de Sule, Melek. Ambas, Sule y Magdalena, han tenido oportunidades de irse, pero el abuso continuo les nubló la razón. Ya no distinguen entre el bien y el mal.
Despojadas de su seguridad y confianza, las víctimas de violencia son nulificadas al grado de no reconocerse como tales. Pueden incluso defender y empatizar con su agresor, pueden creer que lo aman. Y ese amor enfermo, cimentado en amenazas, engaños, abuso de poder y dependencia emocional o física, se vuelve su único refugio.
Yo conozco a Magdalena. Hace ocho años, cuando comenzaban las golpizas, llamó a su madre, una querida amiga. Fuimos por ella y su primer hijo. Consiguió un trabajo. Parecía que saldría de ese infierno. Pero él regresó, con palabras dulces como veneno, jurándole amor eterno. Y se la llevó.
Hoy, tras golpearla delante de sus hijos, él la acaricia y le dice que la ama. Que nadie la va a querer como él. Luego le pide que se arregle, le dice que está hermosa y la saca a la calle. Ocho años después, ella sigue siendo bonita de rostro, pero su extrema delgadez habla del maltrato. Ya no sonríe. Y aunque dice que está bien, sus ojos se pierden en un lugar llamado dolor.
Esta semana, mientras terminaba de ver Madre, recibí noticias de Magdalena. Su familia intenta rescatarla, pero ella no accede. En esos mismos días, se dictó una sentencia de apenas seis años por violencia familiar contra uno de los feminicidas de Cecilia Monzón, quien fuera su pareja y padre de su hijo. Han pasado tres años de su asesinato y la sentencia por feminicidio sigue pendiente.
Pienso en el feminicida de Cecilia, con sus redes de poder, con sus influencias. Y pienso en el proxeneta de Magdalena. Uno aún se esconde tras trajes y cargos. El otro tras devoción y veladoras. Ambos se creen dueños de una mujer. Ambos las matan: uno rápido y cruel, el otro lento y cotidiano.
Hoy retomo la escritura porque Gitana Insurrecta nació para contar estas historias. Las que viven mujeres que conozco. Algunas con finales felices, otras trágicos pero todas importantes. Que lo que escriba sirva para que no nos quedemos calladas ante las violencias que viven otras. Porque el silencio también mata.