El Departamento de Justicia (DOJ) y el FBI han confirmado oficialmente lo que muchos aún se niegan a aceptar: Jeffrey Epstein, el financiero condenado por delitos sexuales contra menores, se suicidó en su celda en el Centro Correccional Metropolitano de Manhattan en agosto de 2019. Además, las autoridades descartaron la existencia de una supuesta “lista de clientes” —una nómina de poderosos presuntamente implicados en su red de tráfico sexual—, argumentando que no hay evidencia creíble que respalde esas versiones.

El informe, solicitado por el expresidente Donald Trump, pretende zanjar años de rumores, investigaciones paralelas y cuestionamientos institucionales. Sin embargo, el cierre oficial del caso ha dejado más preguntas que respuestas. La narrativa presentada por el gobierno choca con una serie de hechos y omisiones que, lejos de disipar dudas, las agravan.
La versión oficial se sustenta en análisis forenses de grabaciones de vigilancia, supuestamente revisadas con tecnologías de contraste y color para verificar que nadie ingresó a la celda de Epstein la noche de su muerte. Pero esta afirmación omite un detalle crucial: las cámaras principales fallaron justo esa noche. Según reportes del New York Times y CBS News, los dispositivos que apuntaban directamente a la celda del magnate estaban fuera de servicio, y los guardias que debían hacer rondas cada 30 minutos falsificaron los registros de vigilancia. Fueron procesados por negligencia, pero jamás se explicó por qué el sistema de seguridad de una de las prisiones más vigiladas del país colapsó en un momento tan crítico.
Estas irregularidades, documentadas desde 2019, fueron en su momento consideradas indicios de encubrimiento. Ahora, con el caso oficialmente cerrado como suicidio, la falta de sanciones ejemplares y la ausencia de transparencia refuerzan la percepción de una justicia selectiva, blindada al poder.
Uno de los elementos más controvertidos ha sido la supuesta “lista de clientes”, que incluiría a políticos, empresarios, miembros de la realeza y figuras de Hollywood. Las autoridades niegan su existencia, pero múltiples reportes periodísticos —entre ellos, investigaciones de Business Insider, The Guardian y AP News— aseguran que sí se incautaron miles de videos y documentos de las residencias de Epstein.
En mayo pasado, la fiscal general Pam Bondi afirmó públicamente que había “decenas de miles de videos” por revisar, algunos con contenido sensible como pornografía infantil. La sociedad esperaba una desclasificación masiva que permitiera avanzar hacia la rendición de cuentas. Sin embargo, el proceso se postergó indefinidamente. Bondi atribuyó la demora al volumen del material, y Trump deslindó responsabilidades, alegando que desconocía cuándo se haría público.
Esa opacidad ha levantado sospechas fundadas. ¿Es realmente un obstáculo técnico, o se trata de una estrategia deliberada para proteger a personajes influyentes? El historial de encubrimiento en torno al caso —incluyendo acuerdos judiciales previos, como el polémico non-prosecution agreement de 2008— fortalece la tesis de que el Estado ha sido cómplice, o al menos permisivo, con una red de explotación estructural.
Desde la condena de Ghislaine Maxwell en 2021 —sentenciada a 20 años por tráfico sexual y conspiración— no se han presentado nuevos cargos contra otros presuntos cómplices. El informe del FBI y DOJ lo deja claro: no se prevén más acusaciones. Pero eso contradice testimonios judiciales y declaraciones de víctimas, que han señalado a múltiples hombres con nombres y apellidos, muchos de ellos nunca investigados formalmente.

La decisión de cerrar el caso sin avanzar hacia responsables adicionales implica, en la práctica, una absolución política de las élites. Refuerza la idea de que la ley en Estados Unidos actúa con rigor solo cuando los implicados no tienen poder, dinero o influencia mediática.
El momento y el tono del anuncio refuerzan su carga política. Que el informe haya sido solicitado por Donald Trump —quien ha sido vinculado socialmente a Epstein y nombrado en algunos documentos judiciales— genera dudas sobre su imparcialidad. Además, el informe llega en plena campaña electoral, lo que ha sido interpretado por algunos sectores como un intento por limpiar la imagen institucional y enterrar el escándalo antes de que resurja con fuerza.
El caso Epstein no solo representa una de las redes de abuso sexual más escandalosas de la historia reciente, sino también un símbolo de impunidad estructural. La muerte del magnate cerró una puerta clave para investigar a fondo una trama que involucró a adolescentes vulnerables, corrupción judicial, complicidad mediática y silencio institucional.
El anuncio del FBI no resuelve el caso. Más bien, lo cristaliza como una muestra de los límites del sistema judicial estadounidense cuando el poder está en juego. Las víctimas, los periodistas que arriesgaron su integridad para exponer la verdad y una sociedad aún incrédula merecen algo más que una nota institucional: merecen la verdad, toda la verdad.
«Este no es un cierre, es una confirmación de que el poder sigue protegido», señaló esta mañana la abogada Lisa Bloom, representante de varias víctimas. Y quizás tenga razón: la historia de Epstein no terminó con su muerte, sino con la complicidad que aún lo rodea.