Hijo, estos días he pensado mucho en ustedes.
Jimena no volverá a casa; un transporte público le arrebató el futuro en una ciudad donde la prisa y la desatención matan más que las balas.
En la UPAEP, alguien abandonó los restos de un feto en un baño universitario: un grito de miedo, culpa y soledad.
Y Brandon, un joven de la BUAP, fue detenido por amenazar a sus compañeros; quizá solo buscaba ser visto.
Tres historias distintas, un mismo espejo: la fragilidad de una sociedad que se olvidó de cuidar a los más jóvenes.
Y mientras muchos adultos preguntan “¿qué les pasa a los jóvenes?”, yo prefiero preguntarme: ¿qué les hicimos nosotros?
Crecieron entre pantallas y discursos vacíos, buscando ternura donde solo encontraron exigencias.
Les llamamos “generación de cristal”, sin entender que el cristal, cuando se cuida, deja pasar la luz.
Los lanzamos a competir en un país que premia el cinismo y castiga la empatía.
Les enseñamos a “salir adelante”, pero no a sostener la vida —ni la de otros, ni la propia—.
Sí, el crimen organizado corrompió mucho, pero también lo hizo la indiferencia institucional, el clasismo cotidiano, el adultocentrismo que les pide “madurar” mientras les niega futuro.
Los jóvenes no son un misterio que resolver: son el espejo más honesto de lo que hemos construido.
Ustedes no son frágiles, son sensibles.
Y esa sensibilidad, en un mundo tan duro, es una forma de valentía.
El estoicismo me enseñó que no puedo controlar lo que ocurre, pero sí cómo respondo.
Ustedes me enseñan que sentir también es resistir.
Que hablar de lo que duele, no es debilidad: es la fuerza que este país olvidó.
Te miro, hijo, en la vorágine de la Ciudad de México, con tus sueños a cuestas, y a través de ti le hablo a todos los hijos e hijas de los hombres y mujeres de mi generación:
sean valientes, pero también compasivos y disciplinados.
Nunca es tarde para amar sin miedo, para sanar lo que les heredamos roto.
La pregunta no es si fallaron ustedes.
La pregunta es si todavía podemos ofrecerles esperanza.
Y la respuesta no está en un programa de gobierno ni en un sermón moral, sino en decisiones pequeñas: escucharlos sin miedo y enseñarles que cuidarse también es una forma de rebelión.
Llamarlos “generación de cristal” es negar su poder.
Porque en realidad, son la generación que puede reflejar la luz que nosotros apagamos.
México necesita una juventud que no repita nuestra dureza,
que se atreva a sentir, a nombrar y a exigir un país donde vivir no sea un riesgo.
Porque si no los cuidamos ahora,
¿de qué futuro hablamos?