Para la guerra, nada. Para la paz, cantar
Por Gitana Insurrecta
Parece que Palestina e Israel están tan lejos que dolernos por lo que pasa allá se siente inútil. Nos han entrenado para ver la violencia como rutina, como ruido de fondo. Aquí, en México, libramos nuestra propia guerra: la del narco, la de los desaparecidos, la del miedo que camina las calles. A veces creemos que ya no sentimos… pero sí. Y por eso canto.
Canto con rabia, con lágrimas, con esperanza. Porque a veces cantar también duele. Porque hay canciones que son lamentos, rezos o gritos. Y porque, como dice la colombiana Marta Gómez:
Para la guerra, nada. Para la paz, cantar.
Para el silencio, una palabra.
Para la oreja, un caracol.
Un columpio pa’ la infancia,
y al oído un acordeón.
Hace unos días, en Compostela, España, un grupo de mujeres cruzó la plaza principal cargando muñecos. Cada uno representaba a un niño palestino asesinado por el régimen sionista. Una marcha silenciosa que gritaba el dolor del exterminio. Las guerras parecen remotas hasta que te das cuenta de que se parecen: niños sin futuro, mujeres en duelo y hogares rotos por la muerte o el exilio.
Yo aprendí que cantar puede ser un acto de rebeldía. No lo supe de joven. A mis 18, ni soñaba ni cantaba. Lo único que hacía era echarle ganas para ayudar en casa. Trabajaba como cocinera, mesera, anfitriona o edecán. En una feria de mi pueblo conocí a Dragan V., un comerciante yugoslavo que me doblaba la edad y que me conquistó con su rubia y larga cabellera.
Su vida gitana, entre un continente y otro, hizo que sus llamadas fueran largas y cargadas de nostalgia. Él había huido de su país tras la desintegración de la Unión Soviética. Su guerra le quitó el hogar, el idioma y el futuro. Me hablaba de todo eso con la voz herida… y a veces, me cantaba en serbio. Aunque no entendía las palabras, entendía el dolor.
Años después, ya cantando yo también desde otra trinchera, supe que sí se puede hacer algo. Por pequeño que parezca, cuenta.
Por eso les hablo hoy de Victoria Franco, mi prima, creadora del Festival Nacional de Coros Infantiles y Juveniles de Atlixco, que este fin de semana celebró su octava edición. Un festival autogestivo, sin reflectores oficiales, pero con la fuerza de un himno colectivo.
Victoria cree que la música puede salvar a los niños, a los adolescentes, a los barrios y hasta a los adultos rotos. A mí, ella y su grupo de los Pequeños y Jóvenes Cantores de Atlixco me arreglaron el alma durante dos años, escuchándolos, viajando y cantando con ellos.
A ella la respaldan decenas de hombres y mujeres que, a lo largo del país, están sembrando paz nota por nota. Como Gilberto Velázquez, director regiomontano que, en medio del caos violento de Monterrey, decidió reunir voces en vez de guardar silencio. Fundó el Festival Internacional Voces por la Paz y dirige hoy la Red Nacional de Coros y Directores de México. Gilberto, como Victoria, cree en una consigna poderosa:
Un niño que canta, no empuña un arma.
Y eso no es metáfora. Es certeza.
En todo México, hay mujeres y hombres levantando proyectos culturales como trincheras de esperanza. Festivales de coros, grupos de teatro, colectivos deportivos. Cada ensayo es un acto de resistencia. Cada canción, una barricada contra el olvido.
Y ahí están los niños y los jóvenes alzando la voz como bandera. Lo escuché hace poco, y se me aguaron los ojos. Cantaban Para la guerra nada, de Marta Gómez; El Necio, de Silvio Rodríguez; y hasta el Baba Yetu, el Padre Nuestro en swahili. Canciones que curan, que conmueven, que siembran.
Las guerras desplazan cuerpos, pero también sueños. Por eso necesitamos más voces, más arte, más comunidad. Y sí, también necesitamos más mujeres opinando, contando, marchando, gritando o simplemente narrando lo que duele. Este no es un tema de geopolítica. Es un tema humano. Y nos toca a todas.
Así que no te rindas. Si conoces un proyecto artístico, apóyalo. Si puedes cantar, canta. Si puedes acompañar, acompaña. La paz no se decreta. Se construye. Y muchas veces… empieza con una canción.
Este texto está dedicado a los “locos de amor”, así los llamé una vez a los directores de coros que he conocido en distintos festivales y que viajan a otras ciudades, y hasta otros países, para llevar con su canto banderas de paz:
Para la argentina Verónica Altamirano, el venezolano Behomar Rojas, la cubana Magalys Malleuve, el uruguayo Mario Occhiuzzi, el colombiano Efraín Cortés, la española Eva Ugalde, el nortemericano Anthony Trecek-King y para los mexicanos Guillermo Román, Fátima Andrade, Israel Torija, Jesús Hidalgo, Lourdes Martínez, David Arontes, Andrés Gastelum y muchas, muchas voces más que me enseñaron que para gritar ¡paz!… también se puede cantar.
Para la guerra, nada. Para la paz, cantar
