Que maravilloso o aterrador puede ser recordar. Que un objeto o situación en particular puedan despertar los detalles de otro momento determinado. Quiero creer que este 15, antesala del 16 de septiembre, fueron tantas las imágenes de años que regresaron, mezcladas con lo que se veía a donde sea se intentara mirar por debajo de las luces patrias, sobre la plancha húmeda del zócalo de la Ciudad de México.
Siendo una persona que creció en el sexenio de Calderon, ya se sabe las mecánicas inquietantes a las que tuvimos que atenernos y las memorias de alarma y violencia noticiaria a las que puedo recurrir; pero desempolvando las imágenes también recuerdo las ocasiones en que caminaba para comprar las tortillas en una esquina no tan lejana, cuando era obligada por la imperativa de mi mamá y los mandados de la casa.
Cuando miraba a un costado -en el camino que a cualquier niñx se le haría eterno cuando se trata de obligaciones- estaba aquel mono sonriente con el pulgar arriba y los dientes de conejo. Una caricatura simpática que sonreía a quien pasara, a lado de una palabra que me parecía algo cómica: Peje.
No recuerdo el resto de la leyenda en el mural, tampoco si se dibujaba algo más, pero recuerdo la ilustración del monero José Hernández con curiosidad y persistente nostalgia. No tenía completa certeza de lo que ese dibujo representaba pero era consciente de que alguna relevancia debía tener para mis padres y mis vecinos que a veces hablaban de la decepción del entonces y la necesidad del cambio.
En ese momento se le veía de repente, a ese “peje” que ahora se observa con la misma mueca amplia en casi cualquier esquina. Un 15 de septiembre de 2024, en el corredor Madero, en las avenidas 5 de mayo, en la 16 de septiembre, desde la calle que se llegara, estaba el mismo peje, el mismo AMLO, el mismo Andrés Manuel Lopez Obrador, que volvía a reunir multitudes y que se grabó en playeras, tazas, chamarras, gorras… sí, para el recuerdo.
Cientos de visiones e interpretaciones se podrían citar sobre la incidencia del peje. Se podría hablar de que la celebración patria se volvió una celebración de partida a esa misma figura, una apropiación de las fiestas, así como se discute sobre los éxitos y las fallas de los últimos 6 años; al final -en los centros y costados- inundaba la memoria y el legado, incluso más que la lluvia que cayó desde las 7 de la noche de ese domingo.
Pero antes de eso, las personas se daban cita casi 12 horas previo al grito de independencia; familias enteras portaban las calacas chidas -la controversial ”un verdadero hombre nunca habla mal de Lopez Obrador-, cargaban peluches de amlito o los patitos caracterizados con cabelleras blancas. De CDMX, de Puebla, Cancún, Veracruz, Colombia, Estados Unidos, Rusia… ahí en la Plaza de la Constitución, con bochorno y sudor resbalando nuestros cuellos, nos dedicamos a esperar hasta casi la medianoche.
Algunos daban vueltas en círculos o se sentaban sobre la piedra caliente y comían trayudas o merengues para olvidar los pies entumecidos y la ropa empapada, pegada en la piel.
Los dolores de los cuerpos se acentuaban o se negaban en el transcurso. Llegada la primera señal de música que se encerraba en la plaza, al menos algunas piernas se balanceaban, marcaban el ritmo de lo que sea que escuchasen, les gustará o no, ya no importaba. Otros se habían rendido sentados o acostados en el suelo, rodeados de otros pies que difícilmente podían cambiar de posición.
La dinámica era la misma de un concierto y es precisamente otra de las cosas de las que podrían desembocar una larga conversación de consensos o desacuerdos sobre la trascendencia de una sola persona que se vuelve, incluso, un fenómeno cultural…pero volvamos al atardecer del 15.
En los instantes más esporádicos, se escuchaba “es un honor estar con Obrador”, aún dócil y tímido, calentamiento para los vítores que se soltarían en las horas siguientes. Aquí las conversaciones variaban, sobre la música, sobre su día, sobre el ayer. Y eso, era el consuelo de las horas, porque la lluvia comenzaba a acompañar a las charlas; primero una brisa y luego una tormenta que uno esperaría alejaría a más de la mitad de cientos que estaban ahí parados.
A este punto ya no se cuestionaba el por qué del ahínco en la espera; fue implícito desde el inicio del sexenio, por allá en un 2018. Ahora se trataba de una concentración de expectativas, fueras por AMLO o no. Y, por encima de todo, añoranza por formar parte de ese momento histórico.
La lluvia no apuro a nadie, se cansó antes que los mismos asistentes, que ahora se guardaban en la música de la Banda MS bajo los paraguas que, de a poco, se fueron guardando. Ya poco quedaba. Haciamos círculos con las rodillas para recordarles en donde estábamos y por qué estábamos. hasta que las luces y el sonido cesaron.
No puedo relatar demasiado de la vista hasta el balcón en el que el presidente se paró para dar el último grito (porque, como yo, muchos estábamos limitados por los celulares, la necedad o la estatura), pero sí puedo constatar los alrededores abrumados y conmovidos, que sin notarlo gritaban hasta las lágrimas. Entre el “sí se pudo” y el “no te vayas”, la atmósfera llevó a ese momento de recuerdo, inevitable: como todo final, es natural pensar en el inicio.
Un “gracias” escrito en el cielo me trajo a ese momento de la infancia y se ramificó con todo un periodo de vida; el mural, mi padres y sus vhs de un tal “peje”, el extraño sentimiento al acudir a casillas, los noticieros de televisa o de Loret de Mola que parecían la opción única, el rumor de una lucha que pasaba al fondo, sin que yo la percibiera aún, mientras escuchaba aquel nombre repetirse por años; y con todo lo demás ocurriendo, y el pasar del tiempo llevandose viñetas que puedo recorrer mentalmente.
De mucho se habla y se seguirá hablando sobre Andrés Manuel López Obrador, pero sí hay algo incuestionable es su impacto en el tiempo. Un separador de un periodo al otro, una larga brecha a la que queremos afianzarnos y que ha trastocado hasta las generaciones menos esperadas, en gran medida gracias a nuestros abuelos, padres y tíos.
No solo quiero creer que todos nos aferramos a uno o más recuerdos, sino que puedo asegurar que las tantas lágrimas derramadas esa noche, eran resultados de al menos uno de esos pasajes de cada vida, de cada individuo que pudo entrelazar la lucha de una persona entre los recuerdos propios que valían la pena atesorar.
Y eso, es un logro que solo un tal peje, Andrés Manuel López Obrador, mejor conocido como AMLO, pudo hacer.