Rituales y Resistencia: La Celebración de Día de Muertos en Mixquic

San Andrés Míxquic, es el último pueblo que forma parte de la alcaldía Tláhuac, se enmarca en la parte suroriental de la entidad. En México es una de las entidades más visitadas por el turismo particularmente hacia el dos de noviembre fecha conocida por el “Día de Muertos”, si bien esta tradición tiene diversas expresiones locales a nivel nacional e incluso en otros países, en Mixquic forma parte de su identidad cultural desde hace más de 500 años, con las transformaciones que como todo producto cultural es dado a tener.

El Día de Muertos, al igual que muchas de las celebraciones y conmemoraciones, hunde sus raíces en diversas fechas importantes de los calendarios agrícolas. La cosecha de maíz, que ocurre en el otoño, coincide con la temporada en la que se celebran los rituales de Día de Muertos. Este momento es ideal porque representa el final de un ciclo de crecimiento y abundancia, donde la tierra, al igual que los ancestros, ha dado sus frutos y es necesario reconocer su generosidad.

Foto: Ada Perdomo

Mixquic es un pueblo que todavía hoy se destaca por el cultivo de hortalizas en la CDMX, manteniendo un ambiente rural que evoca sus raíces como una isla en el México antiguo, donde las chinampas fueron una forma única de ingeniería para cultivar diferentes plantas en el Lago de Chalco. Hoy día aunque el cultivo en chinampas aún es practicado, la mayor parte del lago ha sido disecado, quedando únicamente algunos canales para este uso.

El mercado, rebosa en estos días de productos locales como flores de Cempasúchil, “terciopelo”, rosas y demás arreglos florales, incienso, copal, veladoras, papel picado, maíz azúl, pan de muerto, tamales, calaveritas de azúcar, canastos y un sin fin de enseres que son utilizados en la práctica ritual de este día, que comienza en realidad desde los días previos, en que se preparan tanto los altares de las casas, así como la limpieza de las tumbas, culminando el día dos de noviembre con la “alumbrada”. Este día cientos de familiares se congregan en el panteón ubicado a un costado de la Iglesia de San Andrés Apóstol.

Foto: Ada Perdomo

Esta festividad, marca consistentemente una simbiosis entre la colonización católica y su afán por colocarse como detentadora de una verdad y de una fé, dentro de la cosmología previa a la llegada de los españoles, dando lugar a una tradición cultural sincrética que atraviesa los espacios públicos y privados, la organización social del pueblo y la visión de un mundo que se renueva año con año, al igual que los ciclos agrícolas.

Para los antiguos Mixquicas, al igual que los pueblos a quienes sirvieron es decir, los señoríos de Chalco, Cuitláhuac, Xochimilco, Azcapotzalco y, por último Tenochtitlan contra quienes se revelaran de manos de los conquistadores, la visión de la vida y de la muerte no eran vistas como dos puntos separados, sino por el contrario, como parte de un ciclo en dónde la fuerza vital de todo ser vivo encontraría su lugar más allá de la vida.

Foto: Ada Perdomo

El cuerpo era una vestidura para el alma, una especie de capullo temporal. La muerte era considerada como una mitigadora del sufrimiento terrenal, esta fue una perspectiva fundamental en el entendimiento de su cosmología, en dónde el nacimiento y la muerte, el día y la noche, eran procesos cíclicos constantes, estos se expresaban en sus mitos y leyendas, en sus festejos con flores y cantos en su observación de los astros en su aparición y desaparición, en los cambios de las estaciones, en el equilibrio de la naturaleza, etc.

Por otra parte la llegada de los españoles implicó un cambio en esta perspectiva, que no aceptaba puntos medios en un ciclo interminable, sino que categorizaría a la vida y a la muerte como una absoluta dicotomía: vida y muerte se volverían dos puntos estáticos siempre sujetos al juicio eterno: premio o castigo, gloria o infierno.

Entre estas profundas filosofías, los rituales de conmemoración a los muertos traspasaron las limitaciones ideológicas de conquistadores y conquistados, la honra a los guerreros caídos y a las muertas en parto, el cuidado y amor a los que se fueron, su recuerdo preservado en la memoria que se eleva en el humo del copal y las creencias populares en donde ambos mundos convergen, se edifican en los altares, en el adorno a las últimas moradas de los seres queridos que reposan apilados en el camposanto de la iglesia.

Foto: Ada Perdomo

Hoy en día, estas tradiciones profundamente arraigadas en las prácticas de los pueblos originarios han logrado adaptarse y evolucionar a través de nuevas experiencias y conexiones con los otros, dentro de un contexto de capitalismo rampante. Aunque las culturas no son entidades fijas sino por el contrario estructuras adaptativas, el capitalismo se ha enlazado con fuerza en los procesos de despojo de la memoria y en la tendencia cada día mayor de espectacularizar las tradiciones  a fin de obtener beneficios económicos, ni malo ni bueno en sí mismo; pero habría que observar con atención quiénes marcan por la fuerza la última palabra de las tradiciones locales.

Esta celebración al igual que el “Desfile de Día de Muertos” son festividades que se realizan en la CDMX, una desde antes de que México fuera nombrado así en los mapas de los conquistadores, otra desde la filmación de James Bond, ambas suponen una caracterización caricaturizada de procesos históricos de larga data con fines marcadamente mercantilizados, para que el turista vea en todos lados lo que desean ver, una homogeneización Disneylaneizada de los pueblos ahora colonizados por la mirada del plusvalor.

Foto: Ada Perdomo

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