Crónica
Texto y fotos: Magdiel Olano
Hoy es el último día de escuela antes de las vacaciones de verano. Para Eli* es un día como cualquiera. Un día en el que los riesgos, inseguridad e inestabilidad de las calles hacen que su vuelta a casa se haya convertido en todo un desafío como aquellos que supera en videojuegos.
El segundero por fin se alinea en el número 12 de ese reloj que cuelga en la pared del director, marcando las 14:00 horas. Suena la chicharra y en el salón el niño se apresura a terminar de copiar la tarea, guardar los colores en la lapicera y meter las libretas a la mochila.
Aunque afuera espera el sol brillante que requema en la zona sur de Puebla, él está ansioso por emprender la vuelta… y es que, en su mente, cruzando ese enorme portón negro que divide el adentro y afuera, da inicio una de las partidas más emocionantes que la de cualquier videojuego de estrategia: vencer al tránsito para llegar a casa.
SET, READY… GO!
Eli vive en San Baltazar Campeche, una de las 17 juntas auxiliares que conforman esta ciudad trazada por ángeles y una de las más grandes y pobladas del municipio poblano, pues viven más de 300 mil personas, según registros del INEGI.
Son al menos 10 calles de regreso. En el juego que se ha inventado, caminar cada una de ellas es una oportunidad de acumular puntos, así que se apresura a comenzar la caminata.
Las primeras tres calles son relativamente fáciles: avanzar 20 pasos a la esquina y mirar a la derecha e izquierda asegurándose de que no pase ningún auto para cruzar, tal como le enseñó mamá. Así, lo repite tres veces.
Continua el sendero y «puaf, puaf, pfshhh. Fetality«, dice el pequeño mientras pega un brinco arriba de la banqueta al terminar de cruzar la tercera calle, vitoreando su logro. Ha acumulado tres puntos.
El murmullo que sale de su boca desde el fondo de su imaginación acompaña el sincopado de sus pasos: «1, 2, 3, marcha. Ptsssh, ptssshh, puaf». En el camino encuentra un tronco y no pierde oportunidad de saltarlo. Era fácil, consiguió una estrella.
LEVEL UP
El nivel de dificultad aumenta al llegar a la Laguna de San Baltazar, donde la calle se convierte en una vía de dos sentidos. Aquí tiene que hacer el cruce a la mitad de una larga cuadra sin zona peatonal marcada ni señalamientos para los transeúntes. Por ello, espera paciente a que termine de avanzar la que pareciera una interminable fila de coches que se ha amontonado a la hora pico.
Pese a que intenta cruzar en medio de dos topes —a su derecha e izquierda—, camiones de carga, transporte público y autos sinfín pasan de largo nomás mirándolo, sin empatía para dejar cruzar a este superhéroe urbano.
“En carreteras con dos o más carriles, las rayas para cruce de peatones deben ser de 40 centímetros de ancho paralelas a la trayectoria de los vehículos con una longitud igual al ancho de las banquetas”, de acuerdo con las normas de vialidad en México.
Pero en esta zona, la inexistentencia de estas marcas aumenta los riesgos de accidentes de tránsito, una problemática que, de acuerdo con el último reporte del INEGI (2022), dejó más 340 mil casos en el país. De ellos, apenas el 1 por ciento fueron accidentes fatales, pero el porcentaje no es menor, porque representa más de 3 mil 800 personas que murieron por esta causa; el 19 por ciento eran peatones.
Al menos 3 mil 800 personas murieron por los más de 340 mil accidentes de tránsito que ocurrieron en el país.
Dos…, tres…, cuatro minutos y la intermitente circulación de autos impide que Eli pueda superar hoy su tiempo récord en llegar a casa. A sus 11 años no sabe que la reglamentación vial le permite levantar la mano en forma de stop, hacer una señal a los autos y pedir el paso… pero, claro, en el supuesto de que lo intentara, la falta de cultura vial de esta ciudad sólo lo pondría en más riesgo.
A ambos lados de la calle los autos disminuyen la velocidad para pasar el tope, Eli aprovecha para cruzar corriendo como Flash. «¡Yepa!», exclama mientras alza un brazo con el puño triunfante junto a otro brinco que pega hacia la banqueta. No hay señales de algún agente de Tránsito, pero por lo pronto él ya ha acumulado otro punto.
Apenas ha avanzado unos 30 metros desde su último reto cuando ya se enfrenta a otro: pasar una ancha carretera de tres carriles. Aquí tampoco existe zona peatonal delimitada. Y aunque hay un semáforo, el tránsito permite la circulación continua para los autos que dan vuelta hacia el mercado que está al otro lado de la avenida.
Eli fija la mirada en el semáforo. Observa que el verde parpadea, cambia al amarillo y dos segundos después, al rojo. Espera a que hagan alto los coches que se han parado al límite de la siguiente avenida, invadiendo el espacio donde debieran estar las rayas de cebra del piso que indican la «zona segura» para los caminantes.
Él zigzaguea entre los autos, caballerosamente deja pasar a un autobús que a toda máquina da vuelta a la derecha sin siquiera percatarse de su presencia. Tan pronto puede, corre de nuevo a la banqueta.
¡Sí, lo logró! El camión no lo atrapó y con éste, ya van cinco puntos.
Va a la mitad del camino, el sudor brilla en su frente y sus mejillas ahora asemejan dos grandes jitomates a punto de explotar. Lleva ya la pesada mochila a medio colgar, con los tirantes apenas agarrados de los hombros, el suéter gris aferrándose a su cuello para no caer y le falta aún enfrenar lo más difícil: cruzar el Mercado Zapata.
Aunque en sus inicios San Baltazar Campeche era rural y la mayoría de sus pobladores se dedicaban a las actividades agrarias, en las últimas décadas fue cada vez más devorada por la mancha urbana. Se crearon condominios, edificios, se instalaron fábricas y para surtir de alimento a la gente se construyó un mercado que le da gran rejuego al lugar y actualmente se ha convertido en una zona de mucha afluencia comercial.
Los fines de semana, Eli acompaña a su abuela a hacer el recaudo, así que ya conoce las peripecias que allí abundan; eso le da ventaja para superar la próxima partida.
MIDDLE STATION
Con una patada bien dada justo en el centro de un bote vacío de jugo que ha encontrado en el medio del camino, arranca el siguiente nivel.
El campo de batalla es complicado, no alcanza a verse un solo espacio por donde pasar. Al horizonte que está apenas a escasos metros de él se observa la lona de un puesto improvisado que ha decidido abarcar tanto la banqueta como parte del arroyo vial. Esto lo pone en una disyuntiva: ir por la izquierda o la derecha. Si elige la izquierda, tendrá que caminar a lo largo de tres filas de autos que están estacionados entorpeciendo la circulación, mientras trataría de evadir carros y camiones que buscan alejarse lo más pronto del tráfico que se hace todos los días.
Es demasiado arriesgado, así que se inclina por su derecha. Encuentra apenas un angosto espacio en la banqueta por donde pasar. Al avanzar, se topa con un verdadero campo minado: bolsas de basura, puestos improvisados, mercancía exhibida, rejas, cajas, conos… porque aquí, en el Mercado Zapata, la banqueta sirve para todo, menos para caminar.
Desde piñas preparadas, tacos de mixiote, juguetes, discos piratas, bebidas alcohólicas, frutas, botanas, ropa interior, peces, túpers en cualquier cantidad de formas —chicos, grandes, de paleta, osito, helado, de bubis y hasta en figura de pene—, todo un mix de mercancías las que ve Eli desde el vaivén de la unifila a la que se ha sumado para intentar transitar por lo que algún día fue una banqueta.
En su camino, choca con un wakal que han puesto los comerciantes apoderándose del espacio. “¡Páaaaasele, werita!, ¿qué le damos? ¿Vaquerer la fruta?”, se escucha gritar al merolico antes de arremeter contra el niño y decirle que tenga cuidado con su puesto, no vaiga ser que le tira la mercancía y se la tenga que cobrar:
—¡Aguas aguas, chavo!—, grita como queriendo ser amable pero con la mirada molesta. No se da cuenta que quien está infringiendo la norma e invadiendo el espacio para pasar, es él.
—Sí—, se limita a responder tímido y moviendo la cabeza de arriba abajo.
El tropiezo le resta un punto, pero sigue adelante.
Unos cuantos metros más y el espacio se abre un poco, justo después del puesto de mangos y antes de llegar al de calzones, ahí donde hay un bar en medio de la banqueta con regguetón a todo volumen y un pana ofreciendo micheladas o «pitufos a 2x$100».
Por supuesto, a su edad no tiene por qué saber que la ley prohíbe vender bebidas alcohólicas en la vía pública, incluso que el Ayuntamiento analizó, en algún momento, poner multas de entre 10 a 52 mil pesos a quienes vendieran micheladas y bebidas alcohólicas en bodegas, cocheras o la vía pública.
Mientras tanto, de la Secretaría de Seguridad Ciudadana ni sus luces y Eli sigue expuesto a este tipo de negocios. Por suerte, logra vencer la «tentación» de un alipús a esa hora del día y gana un punto extra.
Está llegando al final del laberinto, a lo lejos logra ver ya el letrero que dice «Bienvenidos a su Mercado Zapata», acompañado por la imagen de aquel bigotón revolucionario que luchó por las causas rurales en beneficio de los agentes agrarios: el mismísimo Emiliano Zapata. Ese personaje que ahora enarbola agrupaciones de comerciantes que pugnan por hacer efectivo el derecho al trabajo… aunque ya se les haya salido un tanto de las manos.
Eli salió ileso del mercado y con ello ganó tres puntos.
LUCKIEST FINALLY
Faltan tres calles para terminar el viaje, pero el reto sigue constante porque todavía hay obstáculos que vencer a lo largo de toda la banqueta. Si logra pasar, se lleva otros dos puntos: por acá, una doña que se atrevió a bloquear la calle y banqueta para instalar su puesto de frutas; por el otro lado, el señor vende sus tacos a diestra y siniestra mientras sus comensales se echan un almuerzo de pisa y corre en medio del paso.
Más adelante, el de los pollos extendió su local unos metros hacia la banqueta, igual que el de los tacos de pastor, el de tacos de asada que está más adelante, el de las carnitas con su enorme perol de aceite renegrido hirviendo, y el de las papas fritas, que incluso puso una cazuela al borde del arroyo vial para atraer más clientes. Porque en esta tierra de comerciantes sin supervisión municipal, todo es válido.
Ver al infante esquivando todos estos obstáculos recuerda lo que fue caminar de regreso a casa saliendo de la primaria hace 30 años… todo un pasatiempo: tras el sonar del timbre, era despedirse de los amigos, salir a gastarte en el puestecito de la entrada el último peso que sobró del recreo en un agua helada para el camino. Ver otros niños que también regresaban, juguetear con alguno, hacerse bromas o continuar las pláticas inconclusas sobre la caricatura favorita o el juguete deseado.
Todo un concierto de murmullo ver tantos niños solos en la calle regresando a casa. Eso, hace 30 años, cuando las mamás daban más crédito a los niños para volver solos porque la ciudad se percibía menos inseguras y los riesgos eran menores… o al menos eso se creía.
Hoy, para Eli, como para cientos de niños poblanos, regresar sano y salvo se ha convertido en una lucha constante ,no sólo porque el transitar en la banqueta pareciera un juego de estrategia, sino por el riesgo de ser víctima del crimen que ha crecido alarmantemente las últimas décadas en México.
Por eso, tras de él, todo el tiempo fue su abuela custodiando cada paso y dando fidelidad a cada uno de los puntos que lleva acumulados. Este día se llevó nueve puntos, pero la próxima semana, ¿cuántos serán?
* El nombre del infante fue cambiado por seguridad y motivos de la narrativa.