Por Valery Vázquez Díaz
Bienvenidos al mundo digital, donde las redes sociales se han convertido en el epicentro de nuestra vida diaria. Lo que comenzó en la primera década del tercer milenio como una simple forma de entretenimiento y de estar al día con nuestro círculo cercano, se transformó gradualmente en una plataforma capaz de conectarnos no solo con amigos cotidianos, sino también con aquellos que no veíamos desde hace años, amigos de amigos e incluso desconocidos.
El inicio de una nueva década logró desarrollar gradualmente pequeños espacios que con el tiempo se volverían unos verdaderos gigantes, dado que las redes sociales se encontraban en la gestión inicial, nadie podía imaginar el impacto que tendrían en nuestras vidas.
Desde aquellos primeros días del 2002 y 2003 entre Friendster y MySpace (plataformas que generaron un antes y después dentro del mundo digital), hasta el dominio actual de gigantes como Facebook, Instagram o TikTok, revolucionaron por completo la dinámica de mantener informadas a la personas y a su vez, la capacidad de comunicar, relacionar y validar a la sociedad.
Pronto, lo que pudo haber sido considerado un gesto irrelevante en nuestra perspectiva, a través de un simple gesto —un «me gusta»—, fuimos capaces de considerar a un completo desconocido en un «amigo», un fenómeno que se intensificó con la pandemia de COVID-19.
Las redes sociales se han convertido en una constante en nuestras vidas, no solo como un entretenimiento pasajero, sino como un centro de mando capaz de definir cómo interactuamos, tomamos decisiones e incluso cómo nos sentimos. Pero, ¿nos hemos detenido a reflexionar sobre cómo estas plataformas influyen en nuestra mente?
A raíz de la pandemia, muchas personas se vieron obligadas a un confinamiento prolongado, lo que incrementó su actividad en redes sociales. Ya sea como consecuencia de la situación o por costumbre, esto generó una nueva dinámica en sus vidas.
¿Qué es lo primero que hacemos al despertar? Bostezamos, tomamos consciencia de nuestro estado físico, estiramos nuestras extremidades y, finalmente, alcanzamos el teléfono.
Lo que en principio podría limitarse a revisar la hora, rápidamente se convierte en la verificación de mensajes, pendientes y, al final, en un vistazo a las redes sociales, «porque nunca está de más saber qué está ocurriendo en el mundo».
Un estudio realizado por IDC Research en 2013 y citado por ‘HuffPost’ reveló que más del 80% de los usuarios de dispositivos móviles revisa su teléfono en los primeros quince minutos tras despertar. Esta acción, que comenzó como un hábito, se ha convertido en una rutina que moldea la forma en que percibimos el mundo, generamos críticas y, a menudo, la sensación de un remordimiento involuntario después de ver el contenido de nuestras redes.
En 2010, el concepto de bienestar mental y redes sociales parecía estar desconectado. Sin embargo, a medida que plataformas como Facebook e Instagram se popularizaron, comenzaron a surgir estudios que alertaban sobre sus efectos en la salud mental.
Un informe de la Universidad de Pensilvania en 2018, por ejemplo, demostró que reducir el tiempo en redes sociales en 30 minutos al día puede disminuir los niveles de ansiedad, depresión y soledad. Otro estudio de Lancet sobre salud mental y redes sociales concluyó que quienes limitan su uso tienden a ser más felices.
Sin embargo, la felicidad es relativa, sobre todo cuando el significado de la misma depende de la percepción de cada persona, su ideología, sus necesidades y padecimientos, por lo que dicha felicidad tiende a ser un concepto absolutamente complejo o por el contrario, más simple de lo que creemos.
Cuando recibimos un «me gusta» o un comentario positivo en nuestras publicaciones, nuestro cerebro libera dopamina a través de un neurotransmisor (se trata de una sustancia química que transmite señales entre neuronas, liberándose en el espacio sináptico y actuando sobre receptores en la neurona siguiente, influyendo en su actividad; pueden incluir dopamina y serotonina) asociado con el placer y la recompensa. Este mecanismo puede llevar a un ciclo adictivo donde buscamos constantemente esa satisfacción a través de la interacción digital.
Pese a estas recomendaciones, resulta complicado establecer lo que es mejor para nosotros.
El flujo constante de notificaciones y el flujo de los algoritmos que nos muestran exactamente lo que queremos ver, además de la facilidad con la que compartimos momentos de nuestras vidas, han convertido el entorno digital en una trampa psicológica. Esta trampa no solo afecta cómo pensamos y nos sentimos, sino también lo que aspiramos a ser o tener.
«La verdadera sedación no viene de los psicofármacos, sino de las redes sociales», dice la psiquiatra Rosa Molina. «Mientras estamos hipnotizados por ellas, dejamos de involucrarnos en otras actividades, renunciamos a otras cosas… porque queremos más dopamina. Las redes sociales nos la dan sin esfuerzo y sin fin».
Detrás de cada perfil pulido y cada foto perfecta, se esconden historias de inseguridad, temor e invalidación. Nataly, una joven de 22 años comparte su experiencia.
«Algo nuevo siempre llena de emoción, sin importar cuán insignificante sea aquel descubrimiento.”
“Cuando comencé a utilizar las redes sociales, publicaba fotos sin un objetivo o el deseo específico de obtener algo pero, cuando recibía comentarios positivos y halagadores, lo que al principio resultaba como un aspecto vacío, se convirtió en un parche cálido.”
“Después de un tiempo me di cuenta de que necesitaba más. Más ‘me gusta’, más atención». Su autoestima comenzó a depender de la validación en línea, convirtiéndose en una montaña rusa emocional».
Al ser partícipes del mundo digital nos hace ser conscientes de diversas problemáticas capaces de afectar al mundo e incluso a nosotros mismos, lo cual nos lleva a omitir las consecuencias del uso excesivo de redes sociales.
Continuamente el sistema de recompensas del cerebro se activa cada vez que recibimos un ‘me gusta’ o un comentario positivo al consumir contenido que, aunque puede parecer beneficioso, a menudo genera una reflexión transitoria entre la motivación y la comparación de lo que tenemos y lo que vemos a través de una pantalla.
Por otro lado, las redes sociales también ofrecen un espacio para la autoexpresión y la construcción de identidad, donde los usuarios pueden experimentar una variedad compleja de su propia persona, encarando diferentes versiones de sí. La psicología ha demostrado que este tipo de comportamiento puede ser positivo, permitiendo a las personas explorar nuevas formas de interacción y relación, tanto con ellos como con los demás.
A pesar de estos desafíos, siempre hay más detrás de la luz cegadora de una pantalla. Nataly aceptó que mantener la constancia de algo que opaca sus verdaderas aspiraciones no vale la pena mantener, por lo que eligió tomar un descanso de las redes sociales durante un periodo de tiempo. «Fue agradable ya no sentir mis ojos arder como solía suceder siempre, de alguna forma, ver más allá de lo que tenía sobre la palma de la mano resultó ser más divertido. Pude volver a enfocarme en mis pasiones, en no depender de una notificación y entablar una conversación ‘cara a cara’, es bueno ser real de nuevo».
Dado que nuestra vida básicamente puede ser alcanzada a través de un ‘click’ o deslizamiento de pantalla, es vital recordar que “detrás de cada publicación hay una historia” y que la verdadera conexión va más allá de la idealización de los «me gusta».